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DBSBR: CARLOS GRANÉS (Fundación para el Progreso, Santiago de Chile - 2023)

 El victimismo y la violencia redentora

En 1976, cuando Carlos Rangel publicó Del buen salvaje al buen revolucionario, el paisaje político que ofrecía América Latina estaba lejos de ser estimulante para quienes creían en el proyecto democrático, liberal o socioliberal. Hacia el norte, en México, el PRI se había convertido en una máquina de monarcas temporales que ejercía sin controles ni contrapesos el monopolio del poder, y en el sur, en Argentina, Juan Domingo Perón había implantado un sistema populista que adaptaba los rituales fascistas al sistema democrático, con el que había conseguido la improbable hazaña de enloquecer las finanzas y envilecer la convivencia del país más rico y culto del continente. Entre uno y otro extremo, más experimentos antidemocráticos. Los militares controlaban países como Brasil, Perú, Bolivia o Chile —pocos meses después también Argentina—, y la vida intelectual y universitaria somatizaba el furor marxista y la fascinación por el proyecto revolucionario de Fidel Castro.

Solo un lustro antes Eduardo Galeano había publicado Las venas abiertas de América Latina, un ensayo que actualizaba las obsesiones latinoamericanas detonadas por la guerra hispano-estadounidense de 1898, en especial un exaltado antiyanquismo y la frustración latina frente al avasallador poder de los sajones. Aquel libro reforzó un viejo mito que satisfacía profundas necesidades psicológicas del latinoamericano: la culpa de nuestra pobreza no la teníamos nosotros sino los yanquis y europeos, éramos pobres porque ellos son ricos, nuestra riqueza había alimentado durante cinco siglos los estómagos del norte. Desde tiempos inmemoriales, nuestro destino había sido la sumisión y la explotación. Primero habíamos sido víctimas del colonialismo, luego del imperialismo y de sus secuaces locales. Habíamos sido despojados de todo, excepto de la virtud y la superioridad moral para denunciar, reclamar y señalar a los culpables.

Qué lugar tan plácido, sobre todo para los intelectuales, el que ofrecía el victimismo que actualizó el ensayo de Eduardo Galeano; qué tranquilidad de conciencia daba, qué claridad de propósitos, cuánto facilitaba el trabajo. La cocción que surgía al mezclar el marxismo-leninismo, la teoría de la dependencia y el eterno recurso antiimperialista que había forjado el Ariel de Rodó, arrojaba diagnósticos que daban una explicación perfecta, porque perfectos son los mitos, que sin embargo de poco servía para entender las realidades latinoamericanas. Por una sencilla razón: miraban siempre afuera, nunca adentro; ponía el acento en lo pérfidos que eran nuestros enemigos y sus aliados, en su apetito nefando, pero nunca en nuestros errores, nunca en nuestra fascinación por ideas inservibles —el cristianismo primitivo, la misión jesuítica, el caudillismo napoleónico, la utopía milenarista, la pureza identitaria, la teleología del progreso, el paraíso socialista, la homogeneidad racial, el nacionalismo fascista- que nos llegaban de saldo desde Europa y que algún redentor carburaba con delirio local para ponerlas a andar de nuevo.

Hay que tener en cuenta este contexto político e ideológico, esta complacencia en el análisis y ese placentero regodeo en el error que dignificaba el alma y enflaquecía el cuerpo, para entender el carácter irreverente y transgresor del libro de Rangel. Como el niño que señalaba la desnudez del emperador, el intelectual venezolano se proponía en estas páginas identificar los mitos, por no decir las mentiras, que obnubilaban al latinoamericano y le impedían hacer diagnósticos certeros sobre su realidad y sus problemas. Una historia del error, eso también es este libro, un recuento de las abstracciones y espejismos que se han sobrepuesto a la realidad y que nos han impedido relacionarnos con ella sin victimismo ni violencia redentora, las dos caras de una misma moneda.

Rangel empezaba su labor desmitificadora sin analgésicos ni medias tintas, y por el principio, con la conquista. América Latina, decía, se convirtió desde ese momento inicial en una pantalla donde Colón y los demás conquistadores proyectaron sus fantasías y deseos. Todas las imágenes de riqueza, prodigio, pureza y bondad humana que rondaron la mentalidad medieval, encontraron en el Nuevo Mundo recién descubierto un referente inequívoco que parecía confirmar lo escrito en la Biblia y en las ficciones medievales. Allí estaba el Paraíso terrenal, la edad de oro, el ser humano tal y como había sido creado antes de la caída, antes de conocer el pecado. En esas tierras estaba la Fuente de la juventud, el Dorado, California y las Amazonas. También, por supuesto, el buen salvaje que deslumbró a Fray Bartolomé de las Casas, ese ser angelical que no había sufrido la penosa corrupción que podría el alma y que sólo podía provenir de la civilización occidental.

Ahí estaba el fermento del gran mito latinoamericano. Por culpa de una potencia extranjera el buen salvaje había sido arrancado de ese paraíso en el que gozaba de una vida auténtica, feliz y libre, para ser arrastrado a una situación colonial, nueva y dolorosa, marcada por la alienación, la pobreza y la dependencia. La redención de esas penurias pasaba entonces por el rechazo de la civilización corruptora, sin importar que para entonces, cuando empezaron a esgrimirse toda suerte de ideas liberacionistas, hubieran pasado casi cinco siglos desde la llegada de los españoles. Millones de personas que rezaban al Dios católico, hablaban español y se apellidaban Morales, Reyes, Martínez o López debían autoexcluirse de Occidente y negar cualquier vinculación con Europa, con Estados Unidos y en general con la civilización occidental. Empezaba el delirio y la mitificación de la realidad latinoamericana. Quizás el camino de regreso al buen salvaje estaba vedado —aunque hoy los decolonialistas dicen que no. que sí es posible negar cinco sigios de mestizaje y recuperar la pureza de los saberes y valores ancestrales—, pero sí podíamos evolucionar en una nueva criatura igualmente ascética y noble, superior por la idoneidad de sus convicciones, que sería el buen revolucionario. Su misión, clara como pocas, sería cortar nuestra subordinación económica, política y cultural hacia Estados Unidos y Occidente, extirpar esa herencia colonial e imperial que nos contaminaba.

Estos buenos revolucionarios tendrían una prerrogativa que no había tenido el buen salvaje: los fusiles y la violencia. La versión del marxismo-leninismo que circulaba por aquellos años en América Latina legitimaba la acción emancipadora. A diferencia de Marx, que abogó por el intercambio modernizador entre las metrópolis y las colonias, Lenin se dio cuenta de que de que el comunismo y la Unión Soviética obtendrían mejores réditos si las enfrentaba. Ese fue el origen del tercermundismo, un tema al que Rangel dedicó otro libro. El fin del dominio imperial pasaba por fomentar los movimientos de liberación nacional en todo el mundo, con más interés al sur de los Estados Unidos, para que se sumaran a la cruzada antioccidental.

Con esas ideas ardiendo en la cabeza y después de haber tenido la gran revelación, después de haber entendido que todos los males latinoamericanos eran importados y que las causas de su miseria venían del imperio yanqui, el camino se aclaraba. Los jóvenes podían descartar la opción reformista, ahorrarse el autoexamen y volver a la selva o a la montaña para formar un foco guerrillero e iniciar una desquiciada campaña de sabotaje. Durante los sesenta y setenta, mientras Rangel escribía su libro, las agresiones imperialistas y la explotación económica serian repelidas mediante la acción subversiva.

El nacionalismo empezaba a teñirse de rojo en América Latina. Antiguos fascistas que creían en la pureza nacional, como los jóvenes argentinos de la agrupación Tacuara, empezaban ahora a formar guerrillas izquierdistas. Lo curioso, lo desconcertante. es que perseguían fines similares. El ejemplo de Fidel Castro y el discurso leninista los había convencido de que la patria se defendía con las armas y expulsando al enemigo externo. Si en los años treinta habían sido derechistas y clerofascistas como el argentino Julio Meinvielle quienes habían legitimado el uso de la violencia en la política, ahora lo harían izquierdistas como el Che Guevara. Poco importaba que los primeros quisieran extirpar la contaminación judía y anárquica que llegaba del este, y los segundos la contaminación yanqui que venía del norte; tampoco que luego vinieran los militares -Stroessner, Castelo Branco, Videla, Pinochet— a extirpar el comunismo, otra plaga foránea. Todos funcionaban con el mismo esquema mental. Temían la contaminación disolvente o subyugante que amenazaba a la nación, y estaban dispuestos a defenderla con las bombas, las balas o las picanas. El buen salvaje demostraba ser, bajo el terror al enemigo externo o interno, mucho más salvaje que bueno.

Habiendo expuesto ese marco general, Rangel pasaba entonces a desbrozar los mitos que impedían ver la realidad. El primero y más urgente, dada la fecha en que escribía, era la teoría de la dependencia, el discurso económico más influyente del momento. Rangel demostraba en este libro que Estados Unidos no se había enriquecido a nuestra costa, mal comprando nuestras materias primas o imponiéndonos contratos leoninos. Los yanquis se habían enriquecido antes de entrar en contacto con América Latina, y fue eso, su estabilidad política y su fortaleza económica, lo que les permitió acercarse luego hasta nuestras costas para intervenir de forma imperial en nuestros asuntos. Esto es importante aclararlo: lejos de defender gratuitamente a Estados Unidos, Rangel señala todos sus atropellos, incluyendo los desembarcos y las relaciones estratégicas que estrechó con dictadores tropicales, esos «caudillos consulares» que tanto contribuyeron a la debilidad democrática del continente. Aquí no hay ningún interés en limpiar la imagen de los yanquis ante el lector latinoamericano. Lo que le interesa a Rangel es desarticular el mito para que empecemos a asumir que la debilidad ante el imperialismo yanqui es el resultado de nuestros errores.

Porque la costumbre de culpar al imperio de todos nuestros males es el vicio intelectual más nocivo y más inútil. Más bien habría que empezar a reconocer ciertos hechos. Por ejemplo, que mientras los estadounidenses lograron forjar un país homogéneo, con una clara noción de su destino, nosotros seguimos, doscientos años después de las independencias, refundando países y subdividiendo la común ciudadanía en pequeñas naciones étnicas. Con alarde de novedad posmoderna o marxismo neoindigenista, ahora lo llamamos plurinacionalidad, como si América Latina no hubiera ya pecado suficiente al convertir una misma entidad política, que iba de México a Chile, en un muestrario exuberante de retazos nacionales, cada uno más orgulloso que el otro de sus fronteras, sus glorias y sus héroes, todos enfundados en trajes militares y bañados de los pies a la cabeza en sangre.

Lo peor de todo es que la América española empezaba con ventaja. En el siglo XVI Estados Unidos era un páramo de ignorancia y hambre mientras que en Perú, México o República Dominicana había universidades y primorosas ciudades coloniales. Era la América que empezaba al sur de la frontera yanqui, nuestra América, la destinada a sembrar algo de luz en los pantanos, desiertos y costas congeladas de norte, y sin embargo ocurrió lo contrario. Esta es la dura realidad —la terapia de choque con la que Rangel confronta al lector latinoamericano. Basta ya de echar balones fuera. Ha llegado el momento de abandonar los mitos confortables, de rechazar ese papel de buen salvaje que no es más que un infantilismo, la manera que hemos encontrado de evadir las responsabilidades de la edad adulta y de justificar las pataletas violentas y autodestructivas con las que el buen revolucionario expresa de tanto en tanto su infértil malestar. Es hora de mirarnos a nosotros mismos, es hora de examinar nuestros sistemas políticos, las ideas que han orientado a nuestros líderes, caudillos y dictadores; de entender el papel de la Iglesia, de analizar el espejismo legalista que tanto nos seduce, de repasar la «Leyenda Negra» que tantos equívocos ha perpetuado, de reconocer nuestra propia xenofobia disfrazada de emancipación nacionalista. También, claro, de superar nuestro enquistado resentimiento, ese mal consejero que nos hace preferir cualquier tiranía, hasta la de Vladimir Putin, con tal de no estar del lado de Estados Unidos.

Carlos Rangel emprende esta labor en este libro. Del buen salvaje al buen revolucionario también es un repaso de las averías que condenaban al priismo, al peronismo, al allendismo y al modelo militar, tanto de derecha como de izquierda, al fracaso. De los proyectos políticos latinoamericanos, sólo reivindicaba uno, el democrático —el socialdemocrático, para ser más exactos— que ensayó Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú con el APRA y que tuvo verdadero éxito con la Acción Democrática de Rómulo Betancourt en Venezuela. Ese fue el credo político que Rangel trató de promover en un período en el que los intelectuales rendían culto al radicalismo de izquierda y se mofaban de las democracias burguesas. De haberse leído más y mejor este libro, de haber despertado una décima parte del fervor que provocó Las venas abiertas de América Latina, tal vez nuestro destino habría sido distinto. El ciclón populista de las últimas dos décadas quizás habría encontrado mejores resistencias, y el lugar donde se escribió este libro tal vez no sería hoy un desguace de lo peor de nuestra historia: la demagogia y victimismo del buen salvaje y la violencia y despotismo del buen revolucionario. La buena noticia -siempre las hay— es que nunca es demasiado tarde.

Madrid 27/01/23

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