Un libro que es también una bandera
Hace casi treinta años, en 1976, apareció la primera edición de Del buen salvaje al buen revolucionario, escrito por Carlos Rangel, entonces un autor poco conocido fuera de las fronteras vene-zolanas. Recuerdo que recibí uno de los primeros ejemplares en mi despacho de Madrid, enviado por su esposa Sofía Imber, una extraordinaria mujer de quien tenía muy buenas referencias transmitidas por ciertos amigos comunes radicados en Caracas, quienes la admiraban y calificaban, justamente, como «una auténtica fuerza de la naturaleza.»
Confieso que abrí el libro temiendo recibir una de las
típicas monsergas ideológicas de la izquierda antidemocrática. De alguna
manera, el equívoco título prometía otro ataque al brutal imperialismo yanqui,
al colonialismo implacable, a las voraces multinacionales y a la engañosa
democracia formal. Esos eran el lenguaje, los adjetivos y el enfoque al uso en
esos tiempos post Vietnam, en los que la URSS parecía ser el destino glorioso e
inevitable del planeta, y en los que Fidel Castro y la revolución cubana se
habían convertido en la referencia venerada de la izquierda continental
latinoamericana. Sencillamente, en aquella época los comunistas y sus aliados
estaban venciendo en la Guerra Fría declarada en el mundo tras la derrota de
nazis y fascistas en 1945.
Maravillosa confusión. En la medida en que iba leyendo
se me iluminaba la mirada por la alegre sorpresa. Desde el brillante prólogo de
Jean-Francois Revel resultaba evidente que estaba frente a un texto muy bien
escrito, dirigido contra la perniciosa tradición victimista latinoamericana.
Rangel denunciaba la falsedad esencial de la teoría de la dependencia —algo que
años más tarde humildemente aceptaría Fernando Henrique Cardoso, uno de sus más
fervientes apóstoles, cuando dejó de ser un sociólogo marxista para convertirse
en el Presidente serio y moderado de Brasil—, colocaba la responsabilidad de
nuestros fracasos relativos sobre nosotros mismos, revelaba las contradicciones
doctrinales de los seguidores de Marx, renunciaba a la versión infantil de una
historia de buenos y malos, y se atrevía a defender apasionadamente los modos
de vida occidentales, incluidas la democracia y la economía de mercado que
habían transformado a ciertas naciones en los rincones más ricos del planeta,
criticando sin ambages la barbarie totalitaria de izquierda, sin ignorar, por
supuesto, al autoritarismo de derecha, que también le repugnaba al ensayista
venezolano.
Tras la apresurada lectura del libro —apresurada por
el entusiasmo— le escribí a Rangel una carta llena de elogios y le pedí permiso
para incluir como pórtico a un libro mío a propósito de los dos siglos de la
fundación de Estados Unidos, que estaba a punto de salir en Madrid, 200 años de
gringos, una frase que me pareció especialmente provocadora y audaz: «¿Y quién
puede dudar —decía Rangel— que de no haber existido esta potencia democrática,
guardián del Hemisferio (en su propio interés, pero ése es otro problema)
Latinoamérica hubiera sido víctima en el siglo XIX del colonialismo europeo que
conocieron Asia y África; y más tarde, en nuestro propio tiempo, de los
imperialismos todavía peores que ha conocido el siglo XX? Pero nada de esto se
toma en consideración a la hora de formular las hipótesis de moda sobre las
causas del atraso latinoamericano (y del avance norteamericano), sino que se
afirma sin matices y sin contradicción que la influencia política, económica y
cultural norteamericana ha causado nuestro subdesarrollo».
Naturalmente, Rangel me respondió con un alegre
telegrama que selló para siempre nuestra amistad, me autorizó a citar su texto,
y poco tiempo más tarde me pidió que presentara —«bautizara»—, dicen los
venezolanos la obra en Madrid, tarea que llevé a cabo con un inmenso placer,
entre otras razones, porque en España, tras la entonces reciente muerte de
Franco, estábamos en medio de la transición a la democracia, y la confusión en
torno a la realidad latinoamericana era casi absoluta. Aunque una buena parte
de los españoles había abandonado la mentalidad tercermundista, seguían
vigentes los peores estereotipos y prejuicios políticos sobre esa región del
mundo, y la obra de Rangel en alguna medida contribuiría a aclarar el panorama.
A tres décadas de esa fecha, la pregunta inevitable es
por qué Venezuela, el país en el que toda la clase dirigente leyó o tuvo
noticia de la obra de Rangel, cayó voluntariamente (por lo menos en sus
inicios) en las redes del chavismo, quintaesencia del tercermundismo denunciado
en este libro. Y la respuesta apunta a varias razones: lamentablemente, el
ensayo fue percibido como una argumentación ideológica sin conexión con la
realidad nacional. Muy poca gente lo vio como algo que también era: una severa
advertencia contra el aventurerismo político de la izquierda colectivista
antioccidental. En aquella Venezuela saudita de mediados de los setenta, cuando
el país crecía exponencialmente, convirtiéndose en la meta y el sueño no sólo
de media América Latina, sino también de bastantes españoles, italianos y
portugueses, casi nadie se daba cuenta de que una sociedad que mayoritariamente
abriga ideas equivocadas o juicios absurdos, acaba por cometer serios errores.
Como suelen decir los gringos: «si uno no sabe adónde va, acaba por llegar al
lugar equivocado».
Los venezolanos, como el resto de América Latina, sin
excluir a casi toda la clase dirigente incardinada en las dos grandes
formaciones políticas del país, tenían una visión populista del poder y de la
sociedad. Suponían que la función del gobierno era planificar y mandar, no
obedecer las leyes y las instituciones. Pensaban que el objetivo de gobernar
era distribuir la riqueza existente, sin potenciar las condiciones para que la
sociedad creara riquezas. Fomentaban la dependencia y no la responsabilidad individual
Cultivaban el clientelismo político de una ciudadanía que esperaba dádivas y
privilegios del partido de gobierno, ratificándole a la muchedumbre, desde
todas las tribunas, cátedras, y en no pocos medios de comunicación, un mensaje
en el que se le aseguraba que era víctima del maligno despojo de unos bienes
que supuestamente le pertenecían por derecho propio, y de los que era
inicuamente privada, sensación que se resumía en un curioso vocablo: a los
pobres se les comenzó a llamar «desposeídos». Alguien -a burguesía, el
capitalismo, las clases medias, «los americanos» - aparentemente le había quitado lo que era suyo
a la gran mayoría de los venezolanos sin recursos.
En esa enrarecida atmósfera ideológica, cuando por un
periodo prolongado cayó el precio del petróleo, a lo que se sumó la pésima
gestión de un sector público legendariamente ineficiente, una parte sustancial
de la población se sintió frustrada y estafada por la etapa democrática surgida
tras la caída de Marcos Pérez Jiménez en 1958. Muy poca gente se detuvo a
pensar que, con todos sus defectos y lacras, aquella criticada Venezuela,
víctima de la co-rrupción, la improvisación y la mala gestión pública, sin embargo,
exhibía la historia más larga de paz, prosperidad y desarrollo que había
conocido el país desde el establecimiento de la república. No hay duda de que
era una nación que padecía ciertos problemas, pero no había uno solo que no se
hubiera podido subsanar dentro de las normas democráticas y la racionalidad
política.
Fue entonces cuando de una forma borrosa comenzó a
desintegrarse el consenso llamado puntofijismo. Fue en esa época cuando la
ciudadanía, de manera creciente (e inconsciente), empezó a soñar con la
solución revolucionaria. ¿Qué era eso? Era confiar en la inveterada
superstición de que un caudillo lleno de buenas intenciones, rodeado de
arcangélicos y dedicados compañeros de lucha, ajenos a las corrompidas cúpulas
políticas convencionales, llegarían al poder para corregir los yerros, castigar
a los culpables y traer la riqueza y la felicidad colectivas.
De ahí que, en 1992, cuando el teniente coronel Hugo
Chávez y otros militares golpistas intentan derrocar por la fuerza al
presidente Carlos Andrés Pérez y dejan tendidos en las calles a varios
centenares de muertos, la reacción popular, en lugar de ser de indignación, es
de complaciente aquiescencia: según las encuestas de la época, el 65 por ciento
de los venezolanos dijo simpatizar con el cuartelazo.
El mensaje era transparente: en ese punto de la
historia, un número importante de los venezolanos ignoraba que la esencia de la
democracia y del Estado de Derecho no es el periódico rito electoral, sino el
humilde acatamiento a la ley, incluso cuando nos sentimos profundamente
insatisfechos con la labor del gobierno.
El suicidio de Carlos Rangel en 1988 fue un duro golpe
no sólo para Sofía, su familia y sus amigos, sino para el pensamiento
latinoamericano y para todos los venezolanos. Recuerdo, cuando fue derribado el
Muro de Berlín, sólo un año más tarde, que no pude evitar pensar cuánto habría
disfrutado Carlos la desaparición del comunismo en Europa y el total descrédito
del marxismo: la historia había confirmado sus mejores razonamientos e
intuiciones. Sin embargo, estoy seguro de que habría sufrido terriblemente a partir
de la década de los noventa, cuando Venezuela se colocó en un peligroso plano
inclinado y comenzó una deriva irresponsable hacia el abismo.
En todo caso, la actual reedición de Del buen salvaje
al buen revolucionario es hoy un buen punto de partida para iniciar un examen
profundo de las razones que condujeron a Venezuela al lamentable estado en que
se encuentra, y para buscar fórmulas que contribuyan a rescatar al país de la
creciente opresión que sufre, precisamente por la imposición de las ideas que
fueron minuciosamente demolidas por Rangel. Cuando casi nadie se atrevía a
defender la responsabilidad individual y los valores occidentales, Carlos
Rangel tuvo la valentía de escribir esta obra señera. Ayer éste fue un libro
muy importante. Hoy debe servirles de bandera a los venezolanos que no se
resignan a perder las libertades.
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