PREFAZIONE
El tiempo pasa para todos, pero si hay un autor que lleva bien sus años, ese es Carlos Rangel. Si hay un libro que lleva sus arrugas con dignidad, es este: el "Del buen salvaje" siempre está de moda, porque el "buen revolucionario" nunca muere. Hoy, así como como en 1976, cuando salió la primera edición, uno siempre está listo para enriquecerse con este, tanto en Latinoamérica como más allá.
¿La mejor prueba? Que el avispero de la controversia,
la intolerancia indignada que suscitó en ese entonces entre las personas
sensatas del mundo académico e intelectual, se repite aún hoy día en cada texto
que, aunque sea remotamente, sigue sus pasos, refleja su espíritu, recoge su
legado.
Por supuesto, Rangel estaba más solo que nunca:
elogiar la democracia liberal, señalar a Estados Unidos como tierra de
enseñanza, defender las virtudes del mercado era, en la América Latina de los
setenta, era equivalente a decir malas palabras en una iglesia. Puedo imaginar
su grado de frustración y decepción, impotencia y aislamiento. Pero aunque ese
manto obtuso y violento que oprimía sus ideales se ha diluido desde entonces,
sigue ahí. Con el debido respeto a los muchos que, haciéndose pasar por eternas
víctimas, se creen "contrahegemónicos" porque invocan la
"revolución" y "luchan contra el capital", la única
corriente ideal que en América Latina puede presumir de tal etiqueta es el
liberalismo: ¡lo ha tenido todo en contra! Siempre ha sido una minoría, ha
tenido que nadar contracorriente, echar raíces en un suelo donde faltaba el
agua que necesitaba. El contrahegemónico es Carlos Rangel, ¡y mucho menos
Ernesto Laclau, Octavio Paz, y mucho menos Eduardo Galeano, Mario Vargas Llosa,
y mucho menos Gabriel García Márquez!
Para quienes, como yo, hemos impartido cátedra en una
universidad italiana durante treinta años, no cabe duda: lo que escribió
Rangel, que «en una universidad latinoamericana ser revolucionario es tan
herético y arriesgado como ser un católico ferviente en un seminario irlandés»,
sigue siendo en gran medida cierto. El milagro del conformismo revolucionario
se repite en cada generación, tan puntual como los impuestos, tan fatal como la
muerte. Los bisabuelos creyeron en la revolución cubana, los abuelos en los
sandinistas, los padres en Hugo Chávez, los hijos en Evo Morales, los nietos en
Andrés López Obrador. Puede que no sea casualidad, sino más bien una cuestión
de fe: «La revolución es como una religión», dijo Fidel Castro, quien sabía de
lo que hablaba; y la religión es repetición, rito, liturgia, dogma. La religión
de la revolución preserva a su comunidad de creyentes; la fe se transmite y no
se extingue.
Rangel ayuda a explicarlo con convicciones valientes y
brillantes intuiciones. La parábola histórica de América Latina, observó, es
"un fracaso". Es difícil discrepar con él: en 1976, la región era un
cementerio; violenta y pobre, inicua y convulsa, se retorcía casi por completo
bajo el yugo de los militares, sumergida por dos décadas de furiosas cruzadas
ideológicas. ¿Desarrollo? Poco. ¿Instituciones? En pedazos. ¿Futuro? Negro.
Pero abundaban las utopías: todos blandían una espada, todos blandían una cruz,
todos invocaban un Reino de Dios, su Reino de Dios. El Estado de derecho no le
importaba a nadie.
Desde entonces, han habido más avances que retrocesos.
Pero si acortamos el marco temporal, si medimos el presente comparándolo con
las décadas de 1980 y 1990, con las esperanzas de aquella primavera
democrática, hay más retrocesos que avances. El diagnóstico implacable de
Rangel, la amarga observación del «fracaso histórico» de América Latina, por lo
tanto, sigue vigente: estancada en la hoguera mientras Asia despega, crece poco
e innova menos, combate la riqueza en lugar de erradicar la pobreza, cultiva la
igualdad hundiendo todos los barcos. Sus democracias hacen agua por todos
lados: donde antes la gente llamaba a las puertas de los cuarteles, ahora se
masacran entre sí para controlar el poder judicial y redactar constituciones a la
medida. Quien triunfa, se lleva todo el poder y el botín, cierra la puerta y
tira las llaves. Resulta que mientras esperábamos la liberalización de Cuba,
Venezuela y Nicaragua se han cubanizado, Argentina y México vuelven a ser, como
antes, los polos del populismo latinoamericano, y el eje liberal del Pacífico
está perdiendo fuerza y corre el riesgo de colapsar. Si consideramos entonces
que Jair Bolsonaro está ascendiendo en el frente opuesto, estamos perdidos: la
involución democrática es evidente.
Mientras otro enésimo tren parte de la estación, se
alza la sinfonía habitual del nacionalismo latino: que la pobreza es «virtud»,
que la autarquía es «identidad», que el populismo es la «cultura» del «pueblo»,
que la ineficiencia, el nepotismo y el clientelismo son sanas resistencias a la
tiranía «economicista», «tecnocrática» y «neoliberal». Que la «culpa», huelga
decirlo, es de los ricos y del imperio: la teoría de la dependencia, sepultada
por los hechos, sobrevive en los corazones. La épica nacionalista se disfraza
de victimismo, narcisismo y espiritualismo: «¡No pasará!», le grita hoscamente
al demoníaco «materialismo». Y siempre la misma historia: David contra Goliat,
una narrativa complaciente de decadencia, una exhibición autocomplaciente de
presunta superioridad moral útil para justificar el fracaso material.
Todo esto tiene raíces antiguas y profundas que Rangel
rastrea como pocos en el caos del pasado. Hispanoamérica, como paraíso
terrenal, ya destelló ante los ojos de Colón, nos recuerda. Su vocación como
Reino de Dios en la tierra estuvo inscrita durante siglos en el régimen del
cristianismo que los reyes católicos y los misioneros forjaron allí, al abrigo
de la fractura religiosa que desgarraba Europa entretanto: ninguna Reforma en
aquella orilla del mar; por lo tanto, ninguna guerra religiosa, pero ni siquiera
pluralismo confesional; nada perturbó la fusión de la unidad de fe y la unidad
política, nada quebró la sociedad de castas donde cada corporación ocupaba el
papel que el plan de Dios le había asignado. Es improbable que la République
des Lettres que crecía en las grietas del cristianismo europeo pudiera
encontrar oxígeno en ese conformismo religioso, que allí pudieran florecer las
semillas de la competencia entre ideas, o que las angustias de la Ilustración
encontraran allí terreno fértil: a su alrededor, la sociedad orgánica de
nuestros antepasados era una armadura impenetrable, un lugar inhóspito para
el «nacimiento del individuo» y el autogobierno.
Esta es la puerta por la que Rangel se adentra en la
morbosa relación de Latinoamérica con los Estados Unidos. Su éxito, señala, es
fuente de una humillación irreparable en Latinoamérica; una humillación que el
nacionalismo latinoamericano traduce en una venganza estéril en lugar de
aprendizaje, como debería. Y, sin embargo, no faltaron figuras de gran peso y
prestigio, Francisco de Miranda en primer lugar, que lo sugirieron. Y eso es lo
que Rangel hace al desafiar clichés difíciles de eliminar y que, de hecho,
nunca desaparecen. Aquí está, desacreditando la teoría imperecedera de que la
pobreza latinoamericana es el espejo de la riqueza norteamericana, el fruto de
la «culpa», la prueba de la «opresión», el manto perfecto de la víctima. Y lo
hace evocando a Marx, especialmente a Engels: un escándalo en ese mundo donde
André Gunder Frank era la Biblia para los intelectuales y la vulgata para los
militantes. Así, la poderosa parábola revolucionaria golpeó el corazón del
inveterado historicismo cristiano y marxista que al final de la historia veía
la luz de la salvación, tras la expiación del pecado capitalista y la
"liberación" de la dominación de los Estados Unidos.
Una parábola bíblica, después de todo: originalmente
existió un pueblo puro e inocente que vivía en armonía, el "buen
salvaje". El pecado original, al entrar en la historia, lo corrompió,
mancilló su identidad, violó su inocencia. Pero aquí está el Mesías, el
"buen revolucionario", acudiendo en ayuda del pueblo elegido,
liberándolo de la esclavitud y conduciéndolo a la Tierra Prometida. ¿Y quién,
en la historia latinoamericana, sino Estados Unidos, protestante y anglosajón,
capitalista y liberal, es más adecuado para representar el papel del demonio
infiltrado en las redes del cristianismo hispánico, amenazando su tejido?
¿Atacando su "cultura"?
De aquí, dos de las intuiciones más profundas de
Rangel se desprenden, directas como una plomada. La primera, sobre el
«telurismo». El culto al nativo, la obsesión por la identidad, pero también,
podríamos añadir, sobre el culto a la pobreza, el desprecio por el progreso. En
el sistema de castas de la monarquía católica, observa, el trabajo no produce
riqueza; es la posición la que otorga estatus. No hay relación entre trabajo y
estatus. La innovación técnica y el libre comercio perturban la armonía de ese organismo
inmóvil que los expulsa como pecados, los condena como herejías. Es un orden
que inhibe el crecimiento de la planta burguesa y sus frutos; es más: que la
mata al nacer.
Desafiada por la impetuosa transformación que las
grandes revoluciones surgidas en las áreas anglosajona y protestante impusieron
al mundo, la revolución latinoamericana no busca sus razones en el futuro que
forjan los enemigos eternos, sino en el pasado. Es una utopía regresiva, una
nostalgia insaciable en búsqueda perpetua de «lugares» y «pueblos» que evocan
la fijeza de un pasado intacto, ajeno al cambio: el Oriente rural de Cuba, las
provincias tradicionalistas de Argentina y Venezuela, la pureza mitificada de
la población indígena en todas partes, incluso en las profundidades de la
Amazonia. El «buen salvaje» y el «buen revolucionario» siempre van de la mano.
Rangel tenía razón: la raza cósmica, celebrada por José Vasconcelos, no era
otra cosa que la transposición, a nivel étnico, del finalismo marxista, del
espíritu mesiánico del cristianismo hispánico.
La pobreza, desde esta perspectiva, es el horizonte
purificador: solo ella preserva al "salvaje" de la contaminación del
mundo; solo en su nombre el "revolucionario" se alzará como héroe y,
si es necesario, como mártir. La prosperidad, el bienestar y la riqueza son,
por otro lado, los demonios tentadores que, con la ilusoria promesa de un mundo
mejor, amenazan el alma del pueblo, la esencia de su "cultura". No es
casualidad, por tanto, que todos los regímenes revolucionarios —el peronismo,
el castrismo, el chavismo y muchos otros menores— hayan terminado celebrando la
pobreza evangélica y dedicándose a la destrucción de la riqueza en lugar de a
la eliminación de la pobreza. La teología del papa Francisco, la elevación del
"pobre" a la categoría de custodio natural de la antigua fe, del
"pueblo" a una categoría mítica, es el resultado natural de este
legado histórico. Los leninistas, observó Rangel, ofrecen austeridad en lugar
de progreso; el espíritu religioso, que sufre en las sociedades liberales
abiertas, renace en las revoluciones.
La segunda intuición de Rangel, aún más profunda,
deducible de la primera, se resume en un breve pasaje: el catolicismo, escribe,
es «el cerebro y a la vez la columna vertebral» de la historia latinoamericana;
nada como él determina qué es o qué no es. Debería ser obvio, pero no lo era en
tiempos de Rangel ni lo es hoy. El historicismo marxista o estructuralista
había interiorizado tanto el providencialismo de la historia sagrada del pasado
que había perdido la conciencia de sus propias raíces. De ahí la producción
masiva de historias sociológicas, donde los protagonistas eran las «clases»,
las «estructuras», las «leyes objetivas» del devenir histórico. ¿Quién habría
pensado, en medio de ese embrollo intelectual, en estudiar la Iglesia hispánica
y el catolicismo? ¿En perder el tiempo con la superestructura de ritos,
creencias e imaginarios que implicaban? La Iglesia y el catolicismo fueron los
grandes ausentes de la historiografía, un mundo aparte y desconocido, los
invitados de piedra del debate intelectual, donde, como mucho, se escuchaba la
invocación ritual del «diálogo entre católicos y marxistas». Nunca una fórmula
se repitió con tanta frecuencia, nunca fue tan miope: no fueron los cristianos
los que se convirtieron al marxismo, estrechando la mano tendida con
condescendencia; fue el marxismo el que se cristianizó, el que redescubrió sus
raíces cristianas en Latinoamérica. Obviamente: si la Tierra Prometida está en
el pasado y en el pasado está el cristianismo hispánico con su mítico «pueblo»,
ese será el embudo de todas las utopías redentoras. Sí, porque revolución
significa redención, expiar los males de la historia y empezar de nuevo.
No es que hoy hayan cambiado mucho las cosas, pero al
menos el estudio de la historia latinoamericana abarca más que antes la
dimensión institucional de la Iglesia y la dimensión política del catolicismo.
Además, se habla mucho menos de "clases" y "estructuras" y
mucho más de "pueblo" y "populismo": con razón, ya que
"pueblo", al menos, es una noción del universo ideal del cristianismo
hispánico, cuyo imaginario mundial los populismos expresan de forma
secularizada. ¿Cómo podría ser de otra manera? El sueño revolucionario
latinoamericano puede, por tanto, adoptar diversas formas —el "nuevo
orden" entre las dos guerras, el comunismo castrista, el socialismo del
siglo XXI, el buen vivir indígena—, pero sigue siendo la expresión de
una utopía cristiana, la nostalgia por un cristianismo perdido, el deseo de
restaurar el Reino de Dios.
Y esto es lo que Rangel quiere decir o intuye cuando,
en las reducciones jesuitas de Paraguay, señala el modelo imperecedero del
revolucionario latinoamericano, una ciudad de Dios donde se destierra el
conflicto, se restaura la armonía, se refunda la unidad primordial, la
identidad unívoca y homogénea, así como el culto y la fe. Liderados por una
casta de sacerdotes guerreros que los "inculturan", como diríamos
hoy, los guaraníes ascienden al "hombre nuevo", el de San Pablo, pero
también el del Che Guevara. Un hombre que es, en última instancia, idealmente,
el hombre antiguo, el primer hombre, el hombre sin pecado, aquel a quien el
"salvaje" cercano al estado de naturaleza se acerca más. El
revolucionario jesuita, o el jesuita revolucionario, pretende sacudirse el
estigma colonial que pesa sobre el enemigo liberal, beber de las fuentes puras
del "pueblo" sin contaminarlas. Pero es un artificio dialéctico, una
ilusión perspectiva: el complejo de ritos e instituciones, costumbres y
liturgias, la organización social y religiosa que el misionero construye entre
los guaraníes no son menos artificiales para ellos que las ideas de la
Ilustración.
¿Qué orden resulta de esto? ¿Cómo es, en definitiva,
el cristianismo "salvaje" restaurado por el
"revolucionario"? Es una comunidad de fe donde el "pueblo"
es un eterno menor que debe ser educado y disciplinado, donde la comunidad
reeduca o suprime al hereje, donde "el todo es superior a la parte".
Es un orden que expulsa, por obra del Estado ético, a la Gran Corruptora, que,
si se observa con atención, es la historia, es el mundo, es el imperfecto y
fugaz valle de lágrimas en el que el hombre navega a tientas por haber
desechado la luz y la perfección del Edén; una historia y un mundo que
contienen maldad, conflicto, todo lo que perturba el sueño de armonía del
"revolucionario", lo que este proyecta sobre el "salvaje".
Si en la perspectiva secular el conflicto es fisiológico y fuente de
aprendizaje y progreso, para el revolucionario de hoy, como para el misionero
de antaño, es un cáncer que debe erradicarse porque amenaza la paz, la armonía
y la identidad del "pueblo". Donde triunfan —entre los guaraníes del
siglo XVII, en la Cuba del siglo XX— la historia termina, se vacía de su poder
transformador, dejando el campo libre para la eterna repetición del único
guion. Todo fue siempre igual, dicen las memorias de las misiones: «No espero
nada», dicen a coro los exiliados cubanos, oprimidos por el aburrimiento y la
ausencia de futuro, incluso más que por la falta de bienes de consumo o
libertades civiles.
No estoy tan seguro de que, como escribe Rangel, el
"fracaso" latinoamericano sea atribuible a la falta de un destino
colectivo, a las crónicas tendencias egoístas e individualistas de los
latinoamericanos. Temo que se deba más a la persistencia del espíritu tribal de
los cuerpos sociales que inhibe el universalismo del derecho y la ciudadanía, a
la nostalgia por la ciudad de Dios que siempre alimenta nuevas utopías
políticas que inhiben la construcción de la laboriosa y gradual cadena de pruebas,
errores y correcciones sobre la que se construye la Ciudad de los Hombres. Sin
embargo, una cosa es cierta: en ese mundo, los espíritus liberales como Rangel
están destinados a ser "exiliados morales".
No sé si esto tenga algo que ver con su trágico final.
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